El punto de partidaY ahora bien; ¿para qué se filosofa?, es decir, ¿para qué se investigan los primeros principios y los fines últimos de las cosas? ¿Para qué se busca la verdad desinteresada? Porque aquello de que “todos los hombres tienden por naturaleza a conocer”, está bien; pero ¿para qué? Buscan los filósofos un punto de partida teórico o ideal a su trabajo humano, el de filosofar; pero suelen descuidar buscarle el punto de partida práctico y real, el propósito. ¿Cuál es el propósito al hacer filosofía, al pensarla y exponerla luego a los semejantes? ¿Qué busca en ello y con ello el filósofo? ¿La verdad por la verdad misma? ¿La verdad para sujetar a ella nuestra conducta y determinar conforme a ella nuestra actitud espiritual para con la vida y el universo?
La filosofía es un producto humano de cada filósofo, y cada filósofo es un hombre de carne y hueso que se dirige a otros hombres de carne y hueso como él. Y haga lo que quiera, filosofa, no con la razón sólo, sino con la voluntad, con el sentimiento, con la carne y con los huesos, con el alma toda y con todo el cuerpo. Filosofa el hombre.
Y no quiero emplear aquí el yo, diciendo que al filosofar filosofo yo y no el hombre, para que no se confunda este yo concreto, circunscrito, de carne y hueso, que sufre del mal de muelas y no encuentra soportable la vida si la muerte es la aniquilación de la conciencia personal, para que no se le confunda con ese otro yo de matute, el Yo con letra mayúscula, el Yo teórico que introdujo en la filosofía
Fichte, ni aun con el único, también teórico, de
Max Stirner. Es mejor decir nosotros. Pero nosotros los circunscritos en espacios.
¡Saber por saber! ¡La verdad por la verdad! Eso es inhumano. Y si decimos que la filosofía teórica se endereza a la práctica, la verdad al bien, la ciencia a la moral, diré: y el bien ¿para qué? ¿Es acaso un fin en sí? Bueno no es sino lo que contribuye a la conservación, perpetuación y enriquecimiento de la conciencia. El bien se endereza al hombre, al mantenimiento y perfección de la sociedad humana, que se compone de hombres. Y esto; ¿para qué? «Obra de modo que tu acción pueda servir de norma a todos los hombres», nos dice
Kant. Bien ¿y para qué? Hay que buscar un para qué.
En el punto de partida, en el verdadero punto de partida, el práctico, no el teórico, de toda filosofía, hay un para qué. El filósofo filosofa para algo más que para filosofar.
Primum vivere,
deinde philosophari [primero vivir, después filosofar], dice el antiguo adagio latino, y como el filósofo, antes que filósofo es hombre, necesita vivir para poder filosofar, y de hecho filosofa para vivir. Y suele filosofar, o para resignarse a la vida, o para buscarle alguna finalidad, o para divertirse y olvidar penas, o por deporte y juego. Buen ejemplo de este último, aquel terrible
ironista ateniense que fue
Sócrates, y de quien nos cuenta
Jenofonte, en sus Memorias, que de tal modo le expuso a
Teodota la cortesana las artes de que debía valerse para atraer a su casa amantes, que le pidió ella al filósofo que fuese su compañero de caza,
synthertés, su alcahuete, en una palabra. Y es que, de hecho, en arte de alcahuetería, aunque sea espiritual, suele no pocas veces convertirse la filosofía. Y otras en opio para adormecer pesares.
[...]
Tomad al hombre
Spinoza, aquel judío portugués desterrado en Holanda; leed su Ética, como lo que es, como un desesperado poema elegiaco, y
decidme si no se oye allí, por debajo de las escuetas y al parecer serenas proposiciones expuestas more
geometrico [al modo de la geometría], el eco lúgubre de los salmos proféticos. Aquella no es la filosofía de la resignación, sino la de la desesperación. Y cuando escribía lo de que el hombre libre en todo piensa menos en la muerte, y es su sabiduría meditación no de la muerte, sino de la vida humana -
homo liber de
nulla re minus quam de
morte cogitat et eius sapientiam non mortis, sed
vitae meditatio est (
Ethice,
pars.
IV prop.
LXVII); cuando escribía,
sentíase, como nos sentimos todos, esclavo, y pensaba en la muerte, y para libertarse, aunque en vano, de este pensamiento, lo escribía. Ni al escribir la proposición
XLII de la parte V de que «la felicidad no es premio de la virtud, sino la virtud misma», sentía, de seguro, lo que escribía. Pues para eso suelen filosofar los hombres, para convencerse a sí mismos, sin lograrlo. Y este querer convencerse, es decir, este querer violentar la propia naturaleza humana, suele ser el verdadero punto de partida íntimo de no pocas filosofías.
¿De dónde vengo yo y de dónde viene el mundo en que vivo y del cual vivo? ¿
Adónde voy y
adónde va cuanto me rodea? ¿Qué significa esto? Tales son las preguntas del hombre, así que se liberta de la embrutecedora necesidad de tener que sustentarse materialmente. Y si miramos bien, veremos que debajo de esas preguntas no hay tanto el deseo de conocer un por qué como el de conocer el para qué; no de la causa, sino de la finalidad. Conocida es la definición que de la filosofía daba Cicerón llamándola «ciencia de lo divino y de lo humano y de las causas en que ellos se contienen»,
rerum divinarum et humanarum,
causarumque quibus hae res
continentur; pero en realidad, esas causas son para nosotros, fines. Y la Causa Suprema, Dios, ¿qué es sino el Supremo Fin? Sólo nos interesa el por qué en vista del para qué; sólo queremos saber de dónde venimos para mejor poder averiguar
adónde vamos.
[...]
¿Por qué quiero saber de dónde vengo y
adónde voy, de dónde viene y
adónde va lo que me rodea, y qué significa todo esto? Porque no quiero morirme del todo, y quiero saber si he de morirme o no definitivamente. Y si no muero, ¿qué será de mí?; y si muero, ya nada tiene sentido. Y hay tres soluciones: a) o sé que me muero del todo y entonces la desesperación irremediable, o b) sé que no muero del todo, y entonces la resignación, o c) no puedo saber ni una cosa ni otra cosa, y entonces la resignación en la desesperación o esta en aquella, una resignación desesperada, o una desesperación resignada, y la lucha. «Lo mejor es -dirá algún lector- dejarse de lo que no se puede conocer.» ¿Es ello posible? En su
hermosísimo poema El sabio antiguo (
The ancient sage), decía
Tennyson:
«No puedes probar lo inefable (
The Nameless), ¡oh hijo mío,
ni puedes probar el mundo en que te mueves;
no puedes probar que eres cuerpo sólo,
ni puedes probar que eres sólo espíritu,
ni que eres ambos en uno;
no puedes probar que eres inmortal,
ni tampoco que eres mortal; sí, hijo mío,
no puedes probar que yo, que contigo hablo,
no eres tú que hablas contigo mismo,
porque nada digno de probarse puede ser probado
ni des-probado, por lo cual sé prudente,
agárrate siempre a la parte más soleada de la duda
y trepa a la Fe allende las formas de la Fe!»
Sí, acaso, como dice el sabio, nada digno de probarse puede ser probado ni des-probado.
for nothing worthy proving can be
proven,
nor yet disproven;
¿Pero podemos contener a ese instinto que lleva al hombre a querer conocer y sobre todo a querer conocer aquello que a vivir, y a vivir siempre, conduzca? A vivir siempre, no a conocer siempre como el gnóstico alejandrino. Porque vivir es una cosa y conocer otra, y como veremos, acaso hay entre ellas una tal oposición que podamos decir que todo lo vital es
antirracional, no ya sólo irracional, y todo lo racional,
antivital. Y esta es la base del sentimiento trágico de la vida.